Dado que comer carne ayudó a nuestra especie a sobrevivir y después a prosperar por todo el globo, es comprensible que muchos pueblos adquirieran el hábito y que la carne ocupe un lugar importante en la cultura y la tradición humana. Pero la mayor satisfacción de comer carne se basa, probablemente, en el instinto y la biología. Antes de que nos dedicáramos al cultivo, la sabiduría tradicional quedó fijada en nuestro sistema sensorial, en nuestras papilas gustativas, receptores olfativos y cerebro.
Nuestras papilas gustativas en particular están diseñadas para ayudarnos a reconocer y buscar nutrientes importantes: tenemos receptores para las sales imprescindibles, para los azúcares ricos en energía, para los aminoácidos y para las moléculas energéticas llamadas nucleótidos. La carne cruda dispara todos esos sabores, porque las células musculares son relativamente frágiles y bioquímicamente muy activas.
Las células de una hoja o semilla, en cambio, están protegidas por duras paredes celulares que impiden que gran parte de su contenido quede libre al masticar, y su proteína y almidón están encerrados en gránulos inerte de reserva. Por eso, la carne llena la boca de un modo que pocos alimentos vegetales lo consiguen. Su rico aroma al ser cocinada se debe a esa misma complejidad bioquímica.
Tomado de: McGee H. La cocina y los alimentos. Enciclopedia de la ciencia y la cultura de la comida. 5ª ed. Barcelona: Debate; 2010. p. 131-32.
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